Mis comienzos favoritos... (1)
«Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio.»
Scaramouche, de Rafael Sabatini
Hay comienzos especialmente hermosos que nos permiten traspasar el umbral que separa el mundo real del imaginario. Esas primeras frases nos seducen hasta el punto de convertirse, nada más ser leídas, en la razón para seguir leyendo. Inicios brillantes que destilan su magia a través del ingenio, del lenguaje, de la promesa de un mundo paralelo.
¿Cuánto cuesta comenzar un cuento, un relato, una novela, un ensayo? ¿Tan importante es el inicio? Quizá no, pero hay inicios memorables que nos cautivan por ser inesperados, desconcertantes, evocadores, poéticos, emotivos, audaces… Que cada cual elija los suyos, yo por mi parte os presento algunos de los míos. Estos son mis comienzos favoritos…
Pedro Páramo, de Juan Rulfo
«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse, y yo en un plan de prometerlo todo. “No dejes de ir a visitarlo –me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.” Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.»
El Quijote, de Miguel de Cervantes
«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. »
Historia de dos ciudades, de Charles Dickens
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo.»
El Hombre Invisible, de Ralph Ellison
«Soy un hombre invisible. No, no soy un trasgo de esos que atormentaban a Edgar Allan Poe ni uno de los ectoplasmas de vuestras películas de Hollywood. Soy un hombre real, de carne y hueso, con músculos y humores, e incluso podría afirmarse que tengo una mente. Soy invisible simplemente porque la gente se niega a verme. Al igual que las cabezas carentes de tronco que a veces veis en las barracas de feria, es como si estuviera rodeado de espejos de endurecido cristal deformante. Cuando alguien se acerca a mí tan solo ve lo que me rodea, a sí mismo o productos de su imaginación… en definitiva, todo, cualquier cosa, menos a mí.»
Seda, de Alessandro Baricco
«Aunque su padre había imaginado para él un brillante porvenir en el ejército, Hervé Joncour había acabado ganándose la vida con una insólita ocupación, tan amable que, por singular ironía, traslucía un vago aire femenino.
Para vivir, Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda.
Era 1861. Flaubert estaba escribiendo Salammbô, la luz eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo una guerra cuyo final no vería.
Hervé Joncour tenía treinta y dos años.
Compraba y vendía.
Gusanos de Seda.»
Lolita, de Vladimir Nabocov
«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola cuanto llevaba puestos los pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.»